Caleta de Campos, Michoacán – En el corazón de la costa michoacana, donde el rumor del mar se mezcla con los relatos de resistencia, memoria y futuro, una mujer se ha convertido en símbolo de lucha cotidiana, de sabor auténtico y de amor por su tierra: Juana Lisbeth Rubio Barragán, conocida con cariño por locales y visitantes como Juanita.
Desde su enramada –que ya rebasa ese término humilde para ser casi restaurante y punto de encuentro comunitario–, Juanita comparte más que platillos. Sirve historias de vida, reflexiones sobre el abandono institucional y una crítica suave pero clara al olvido sistemático que pesa sobre la región.
«Este negocio lleva mi nombre, porque es parte de mi historia», afirma Juanita. Hija de padres originarios de Arteaga, dejaron el ganado para probar suerte en la costa. Aquí echaron raíces, literalmente, levantando una enramada que por décadas ha sido testigo del paso del tiempo y de los vaivenes de una región tan rica como marginada.
Ingeniera electrónica de formación, Juanita regresó tras la pandemia a retomar el negocio familiar. Con ello, reivindica no solo el esfuerzo de sus padres, sino el valor de quedarse y resistir en una comunidad que muchos han dejado por falta de oportunidades.
«Hay personas que ni siquiera saben que Michoacán tiene playa», dice con tono entre asombro e indignación. La realidad es cruda: las autoridades encargadas de promover el turismo parecen más interesadas en otros destinos. Para Juanita, la falta de promoción institucional y de infraestructura adecuada es resultado de un abandono sostenido. «La mayoría de quienes tienen negocios aquí son personas mayores. No están familiarizados con los trámites digitales que ahora se exigen para los registros turísticos», explica.
La digitalización, que podría ser herramienta de inclusión, termina siendo barrera cuando no va acompañada de capacitación y asistencia técnica. Las playas de la costa michoacana no solo luchan contra el estigma de la violencia; también lo hacen contra una burocracia que parece diseñada para excluir.
“En todos lados está igual”, le respondió una turista alguna vez. Y esa frase ha quedado grabada en la mente de Juanita. Sí, hay problemas de seguridad, como en muchas otras partes del país, pero también hay una comunidad que cuida, que se protege y que busca brindar lo mejor a quienes los visitan.
Si algo le pediría Juanita al presidente municipal o al secretario de turismo, no serían reflectores ni festivales, sino algo mucho más básico: resolver el problema de las aguas grises que corren por la avenida principal. “La playa está limpia, el mar está limpio, usamos fosas sépticas… pero esas aguas, que vienen del lavado de trastes y cosas así, se quedan en la avenida y dan mala imagen”, denuncia.
La contradicción es dolorosa: playas limpias, aguas cristalinas, pero con calles que huelen al desinterés institucional. Un sistema de tratamiento mínimo bastaría para mejorar radicalmente la imagen del pueblo. Pero como tantas otras necesidades comunitarias, sigue pendiente.
La enramada de Juanita es más que un negocio. Es una estación de vida. Aquí se sirven caldos de camarón que conservan el sabor de la memoria; botanas frescas con caracol y pulpo local; tiritas de pescado con habanero que cuentan historias sin palabras.
Y sí, hay baños limpios, estacionamiento amplio, atención cálida. Pero lo más valioso que ofrece Juanita es su voz crítica y comprometida. Una voz que no se queja: denuncia. Que no pide: exige con dignidad.
“Aquí los vamos a tratar con amor, como si fueran de la casa”, dice Juanita. Y no es promesa vacía. Es el reflejo de una comunidad que, a pesar del abandono, sigue de pie. Que ha aprendido a vivir en los márgenes del Estado, pero que no renuncia a su derecho a existir, a contar su propia historia, a invitar al mundo a conocer la otra cara de Michoacán.
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